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—Voy a esperar la Semana Santa.

Los viajes de don Eulalio eran célebres en La Rioja. Don Eulalio tenia a su disposición un surtido de enfermedades que justificaban esos viajes. Su mujer entonces le daba dinero en buena cantidad y don Eulalio, al rendirle cuentas, cuando no podía explicar ciertos gastos, decía que le habían robado. Y como era tan distraído, "tan sonso" decía su mujer, ésta lo creía.

— Han perdido una discusión de rechupete — dijo don Nilamón, besándose con estrépito las puntas de los dedos en ramillete.

— Sí, ia los veo moy divertidos — contestó el otro personaje.

Y agregó, como quien está en el secreto:

— Por lo visto; no saben lo que pasa.

— ¿Qué pasa? — preguntaron todos.

Don Sofanor Molina, a quien no se le llamaba sino don Molina, era el más politiquero entre los politiqueros Veía enredos y conflictos por todas partes, y preveía las revoluciones con varios meses de anticipación. No es que fuese alarmista, sino que su desenfrenado amor a la política le llevaba a husmearlo todo y a exagerar la importancia de las noticias. Leía los editoriales de los diarios porteños a conciencia, dos y tres veces; a él no le bastaba el sentido aparente de las palabras. Allí tenía que haber otras intenciones y se ingeniaba para encontrar en cada frase algún propósito oculto. Como era hombre popularísimo y ameno, gran contador de cuentos verdes, nadie podía superarle como vehículo de noticias políticas. Ocupaba desde hacía im año el cargo de Intendente. Su acción, según el órgano de los constitucíonales, enemigo de cuanto oliese "a la situación", no se hacía sentir. Pero era una calumnia. Don Molina vivía para la Intendencia. ¡Que las veredas estaban intransitables y las calles sin barrer? No era culpa suya. Los treinta mil pesos anuales del presupuesto no daban para eso. Don Molina era de poca estatura, viejón, calvo. Usaba una perita muy graciosa. Andaba siempre con el saco cubierto de caspa y salía a la calle sin corbata ni cuello, pero no por distrac-