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prescindían de su presencia y no cambiaban de conversación. Pérez tenía cierta cultura literaria y un respeto y un amor inagotables por todas las cosas del espíritu.
—¡Padecía un hambre atrasada de todo esto! —le decía a Solís.
Allí no había con quien hablar. Estaba harto de conversaciones sobre política. No faltaban hombres estudiosos, inteligentes. Pero se dedicaban a la historia argentina — ¡un opio! — o a la sociología o al derecho constitucional — ¡un horror! Imposible hablar con nadie sobre arte moderno, sobre literatura actual. Ignoraban, por ejemplo, hasta la existencia de un Strauss, de un Debussy, de un Verlaine; no conocían a los escritores de Buenos Aires.
Ya en este camino se despachaba contra los pueblos de provincia. Solís le reprochaba su injusticia. No había derecho a exigir una cultura de última hora en pueblos lejano 1 y pobres cuando en Buenos Aires, con su millón y medio de habitantes, eran escasísimos los espíritus sensibles y cultivados.
—¡Ah, claro! —contestaba Pérez.
Para encontrar un ambiente había que ir a París. ¡París! El soñaba con París. Su ideal era conseguir una beca para continuar allí sus estudios. En Buenos Aires no se oía música. La gente llamaba música a las intragables "drogas" condimentadas por un Puccini o un Mascagni. Eran pastas italianas, música que olía a tallarines.
Y Solís reía de buena gana.
—Pero, dígame: ¿cómo cayó usted a esta tierra?
—Una des... des... desgracia...
El tenía amores con una chica muy bonita, pero, por desdicha, provista de una tanda de hermanos, tíos y cuanto Dios había creado. Como era de esperarse, los pillaren. Y pretendían que se casara, los salvajes. ¡Hasta llegaron a sacarle el revólver!
—Unos bárbaros, gente primitiva — decía Pérez indignado.
—¿Y usted qué resolución tomó?
—La m. . . m. . . más digna.