Página:La maestra normal.djvu/69

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—No, hombre, no sea bárbaro...

En seguida comenzaron a llegar los concurrentes. Pérez vio con cierto asombro que estaban casi todos los profesores de la escuela.

—¿Y esto, don Eulalio?

Era una reunión del personal docente. Con motivo de la próxima apertura de las clases, habían resuelto ponerse de acuerdo para resistir las imposiciones del Director. Probablemente constituirían una sociedad secreta. Solís invito a Pérez a dar una vuelta en carruaje. En la confitería hacía demasiado calor. Después, esa sociedad secreta, francamente, no le interesaba. El acababa de llegar; no podía quejarse del Director, con quien apenas habló cuatro palabras.

Mientras pagaban el gasto se acercó a la vereda un cochecito, una "arañita". Iba en él un hombre de barba cerrada, vestido de brin, con botas que pasaban de la rodilla y sombrero panamá. Tenía aspecto soñoliento y pesado.

Era el gobernador.

—Buenas tardes, cábaieros — dijo perezosamente. Los presentes le saludaron. Solís le conocía, pero sólo una vez había hablado con él. Una mañana, a los pocos días de llegar, había ido a visitarle, vestido elegantemente, de chaqué. Cuando llegó a la esquina quedó estupefacto. El gobernador le aguardaba en la vereda, sentado en una silla de hamaca, conversando con el tendero, frente al negocio. Estaba en zapatillas y llevaba el saco sobre la camiseta. Le recibió amablemente. El no era en realidad un gobernador, le dijo, sino el administrador de una estancia muy grande.

El gobernador continuaba inmóvil en su carruajecito, apoyando la cara sobre la mano derecha, melancólicamente.

—Que lo pasen bien — dijo al fin con su habitual cachaza, y, tomando el látigo, le pegó al caballo como distraídamente.

El caballo, escuálido y con aire de aburrimiento, echó