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LA MAESTRA NORMAL 69

Solís declaró que no era fácil adivinar. ¡Habían hablado de todo el pueblo! Luego, amablemente, acusó a Rosario como culpable del papelón que él había hecho. ¿Por qué presentaba a su amiga de esa manera? Desde que él estaba en La Rioja había oído hablar de una infinidad de niñas. El no conocía ni de vista a las Gancedo; se imaginó que serían unas niñas como todas. Era explicable su equivocación.

Y ya se disponía a pedir disculpas a Raselda cuando apareció doña Críspula en la puerta. Había oído las risas. ¿Qué pasaba? Pérez, tartamudeando, le contó lo sucedido, mientras a Rosario le volvía el ataque de risa. Pero a doña Críspula no le hacía gracia la contestación de Solís.

— Pero, señor don Julio — vociferaba — ¡confundir a esta alhajita con las guanacas, que son las brujas del pueblo!

Y como siempre que se presentaba una ocasión propicia, comenzó a sacarles el cuero. Era su vicio, su placer más positivo. Dijo incendios de las Gancedo. Y al fin, juzgando que ya las había "puesto en su lugar", declaró que tenía que hacer y se retiró. Solís, que deseaba hablar aparte con Raselda, le pedía disculpas en voz baja.

— No tengo por qué perdonarle — contestó ella modestamente, mirándole con simpatía, mientras soltaba el brazo de Rosario y se disponía a hablar con él.

Solís se sentía atraído por los ojos de Raselda. Sus miradas iban hacia ellos casi involuntariamente. Temiendo incomodarla, miraba hacia otra parte, hacia la calle. Pero sus ojos se encontraban a cada momento con los de ella.

Quedaron silenciosos, sin saber de qué hablar, como dominados los dos por su timidez. Solís insistía en que le perdonara. Había cometido un crimen en confundir a esta "alhajita" con una de las más horrendas brujas del pueblo.

— No son tanto — decía Raselda, encantada de oír en boca de Solís el elogio que de ella hizo doña Críspula.

—Sí lo son — contestaba Solís, que jamás había visto