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La media naranja — 381

— Es cierto, Clara, que el verdadero amor es el que arrastra la muerte; ¿pero á qué viene morir sin necesidad cuando ningún obstáculo nos separa, cuando somos dueños de nuestra voluntad y de nuestros actos? Qué motivo hay para morir? Si yo muriera á tus pies, ¿de qué te servirla luego mi cadáver? Sería un sacrificio inútil y sin recompensa.

Aquí Alfonso superó á Demóstenes, Cicerón y á todos los oradores y poetas antiguos y modernos, clásicos y románticos, para convencer á Clara de que morir si giovane, en la flor de la edad, de la ilusión y la esperanza; dejar el sol, la vida y los placeres, era ni más ni menos que una solemne y mayúscula barbaridad.

Y tenia razón de sobra.

— Es verdad, Alfonso, — dijo Clara. — Sé que morir en la flor de la vida es una locura; sé que obrando como la mayoría de las gentes, lo natural era casarnos y legitimar nuestro amor; pero yo no soy una mujer como todas, ni puedo avenirme á la prosa y al servilismo del matrimonio. Mi corazón es extraordinario. Alfonso: un desengaño, una ingratitud, una infidelidad me daria la muerte. Sé lo que son los hombres, y por eso sólo seré del que sea capaz de morir por mí. Quiero reconcentrar en una hora todas las dichas del amor, toda la fuerza de la vida; quiero una hora de unión, sacrificio, identificación, embriaguez, y que después de esta quinta esencia de vida, la muerte venga á dar el descanso antes que el desengaño, el hastio, amargue tanta felicidad.

Alfonso estaba asustado de la elocuencia de Clara, quien ponía á contribución todas las reminiscencias de sus lecturas de novelas. Buscó una solución que la sacase del aprieto y sólo le ocurrió usar las mismas armas de Clara.

— Clara! poco me importa morir ahora mismo á tus pies, sin honra y sin gloria; morir en tus brazos es una dicha inmensa. Pero conozco la veleidad del corazón de la mujer, y quizás mañana olvidarias mi sacrificio en brazos de otro hombre. Esto sería horrible. Yo moriria aquí mismo, por una hora de amor, si supiese que tú también morias en mis brazos, que la muerte celebraba nuestra unión, que el sepulcro encerraba nuestra fidelidad, y que la historia consignaba nuestro ejemplo.

— Alfonso! y podías imaginar que yo te exigiera tamaño sacrificio sin corresponder á él? No, Alfonso; yo quiero morir también en tus brazos, abandonar un mundo mezquino que aborrezco y....