Me has fastidiado! se dijo Alfonso, á quien aquella ternura abrumaba. Sudaba y cavilaba, y no sabía cómo salir del atolladero. Él imaginaba á Clara una mujer sencilla, y se encontraba con una loca romántica capaz de erizar el cabello á la misma musa de Víctor Hugo.
— Bien, Clara: si tú mueres, moriré también, — dijo maquinalmente.
— Gracias, Alfonso! Pronto seré tuya, y seremos los seres más felices de la tierra.
— ¡Buena felicidad! — se decia Alfonso.
Clara sacó de su bolsillo un frasquito de cristal con tapón de oro: le destapó, y con cierta solemnidad vertió una corta cantidad de un licor en cada una de las copas, volviendo á guardarse el frasquito.
Alfonso tiritaba á pesar de estar sudando. Su garganta estaba seca, y sus sienes latian con violencia.
— Alfonso, — dijo Clara: — en estas copas hay un precioso veneno asiático. Hasta una hora después de bebido no se sienten sus efectos: al cabo de esa hora un irresistible sueño se apodera de la persona. Sus efectos narcóticos son tan poderosos, que se duerme uno... y... no se vuelve á despertar!
La serenidad de Clara estremeció á Alfonso.
— Bebe, Alfonso!
Alfonso tomó maquinalmente la copa que Clara le presentó. Contempló á aquella hermosa criatura, que cogiendo la otra copa le dirigió una mirada tan penetrante, que tuvo que desviar los ojos para disimular su espanto.
— Tienes miedo, Alfonso? ¿Tendrá una mujer que enseñarte fortaleza?
— No, Clara; ¡yo miedo! Pero morir tan jóvenes!...
— Que haya un cadáver más, ¿qué importa al mundo?
A no haber estado en tan duro trance, Alfonso hubiera soltado la carcajada: pero entónces aquel verso le parecía una sentencia de muerte. Su egoísmo le inspiró la última prueba.
— Bebe, Clara, bebe tú primero, y te imitaré, — dijo, confiando en que á ella le faltaría el valor.
Sin decir una palabra, llevó Clara la copa á sus labios, y con la mayor serenidad apuró más de la mitad del contenido.
Alfonso con el cabello erizado se levantó á impedirlo.