— Qué horror, Clara! estás loca? Voy á llamar á un médico! ¡Oh, Clara mia!
— Bebe! — dijo Clara señalando la otra copa con ademan imperioso.
— Si, Clara, yo beberé; pero ahora pensemos en salvarte. No imaginé que harías tal locura. ¡Muera yo; pero sálvese tu preciosa vida! Clara, Clara!
— Bebe, Alfonso: ¡una hora tengo de vida! No perdamos un instante; ¡bebe, Alfonso mio! — Y agarraba á Alfonso por las manos.
— No; Clara, ante todo quiero salvarte. ¡Por piedad, déjame avisar á un médico!
— No hay contraveneno contra este veneno. ¡Bebe, y pensemos sólo en morir amándonos!
Alfonso, lleno de terror, hizo un esfuerzo para desasirse de Clara, que le apretaba las manos con una fuerza convulsiva.
— Ingrato! — dijo Clara con amarga desesperación, y sentándose en la butaca; — ¡me dejas morir sola! Pues bien; yo me vengaré de tu ingratitud; yo diré al morir que tú me has envenenado, y ya que no muera en tus brazos, tendré el placer de saber que expiarás tu ingratitud sobre un patíbulo.
La angustia de Alfonso llegó á su último límite; y para salir de aquella terrible y violenta situación, no le ocurrió más medio que dirigirse á la puerta, descorrer el pestillo, y salir precipitadamente.
Al llegar á la mitad de la sala contigua, oyó á Clara que le gritaba:
— Alfonso! Por piedad! Oye la última palabra!
La circunstancia de haber dejado olvidado en el gabinete su sombrero, que, á más de serle indispensable, podia comprometerle si Clara cumplía su amenaza, le movió á acudir á la voz de aquella mujer, y volvió al gabinete.
Por grande que fuese su espanto, mucho mayor fué su asombro y turbación cuando al entrar oyó una estrepitosa y prolongada carcajada de Clara, que, como vulgarmente se dice, se desternillaba de risa, y en vano intentaba hablar.
— Esta mujer está loca, — dijo Alfonso entre inquieto y avergonzado.
— Qué es eso, Clara? De qué te ries?