á Alfonso, que colorado como un tomate, á pesar de su habitual desfachatez, no sabia qué replicar.
— Confieso, Clara, que en este punto he mentido; pero estos versos expresan tan bien mis sentimientos, que me atreví á cometer un engaño que mi intención disculpa.
— Eso me ocurrió, y por eso, cuando vi que no eran de Vd. esos versos, quise probar si á lo menos era Vd. capaz de cumplir lo que expresan. El veneno asiático que he echado en estas copas, se reduce á unas cuantas gotas de un agua de los dientes. Un sorbo que Vd. hubiera bebido, hubiera disculpado el engaño, hubiera borrado mis dudas, me hubiera hecho ver en Vd. un hombre capaz de hacer lo que dice; un hombre sincero y apasionado, capaz de morir por mí, cosa que todos dicen. En medio de esta escena tan cómicamente seria, un sorbo de Vd. me hubiera decidido á darle mi mano y mi corazón en pago de tan sublime prueba. Esta comedia, que hubiera podido titularse «mis bodas», la titularé «mi desengaño.»
Alfonso hubiera querido beberse una tinaja entera de aquel agua milagrosa, pero ya, ni toda la del Jordán lavaba la mancha de su bajeza. Intentó algunas torpes disculpas, pero todas se estrellaron contra la cortante ironía de aquella mujer, primera que le ponia colorado y le hacía bajar los ojos; primera que le había engañado como á un chino, y se vengaba abrumándole con el ridículo y castigándole con la ruina de todas sus esperanzas.
Una mujer inocente habia vencido, derrotado á un calavera consumado. Aquel hombre no podía reírse de ella en las mesas de un café: ella podía reírse de él á casquete quitado.
El ángel habia derribado al vampiro.
Abochornado, humillado, acribillado por los dardos epigramáticos, plastroné por los golpes á fondo que Clara le asestó, el conquistador Alfonso tuvo que abandonar su castillo en el aire, el palacio de Clara.
Tan turbado y confuso estaba, que al salir á la calle ni siquiera advirtió la terrible mirada que le dirigió Gonzalo, quien á la puerta del palacio se paseaba como esperando á alguien.
Alfonso tomó precipitadamente hacia la calle de Alcalá, con las orejas gachas, como el raposo de la fábula, y Gonzalo le siguió largo tiempo con la vista, quedando al fin apoyado en el quicio de la puerta.
La infelicidad se alejaba de casa de Clara.
Acaso la felicidad esperaba á su puerta.