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386 — La media naranja
VIII.


Clara habia quedado dueña del campo, vencedora, erguida, soberbia. Para parecer una Judit sólo le faltaba la cabeza de un Holoférnes en la mano.

Se habia vengado, habia jugado, y se habia reido del hombre que habia, querido abusar de su credulidad y de la inocencia de su corazón.

El desprecio, la ironía, la arrogancia daban á su rostro una expresion inusitada, y á sus ojos un brillo fatídico. Sobre su rostro de ángel brillaba una mirada de diablo; y es que la levadura diabólica, innata en el corazón humano, habia, por un momento, desencadenado el orgullo y la venganza en su pecho bondadoso.

Que no hable la mujer de su debilidad. En todas las luchas de amor, en proponiéndoselo, la mujer sale de fijo vencedora. Si es vencida, de seguro es que prefiere la derrota al triunfo, y simula una defensa para dejar á salvo la responsabilidad de su honra.

Ante una mujer valiente todo hombre es cobarde.

Clara, vencedora, se reía de la derrota de Alfonso, pero al mismo tiempo en el combate habia recibido la herida dolorosa de un desengaño.

La única vez que habia creído en el amor de un hombre, habia sido miserablemente engañada. En quién creer en adelante? ¿Cómo convencerse del amor de un hombre?

Clara no era de esas hermosas que necesitan saciar su vanidad con el pasto de las declaraciones; no se complacía en esa prostitución del espíritu que exige la moneda diaria de suspiros fingidos: al contrario, esa especie de manoseo moral de las flores y alabanzas que los hombres prodigau á las mujeres frívolas, le parecía una profanación de la dignidad, y casi una ofensa por lo que tiene de pueril ó de atrevido.

La única flor, la única alabanza, la única declaración que deseaba era esta: la verdad.

Por desgracia, en el mundo la verdad anda escondida, por los rincones disfrazada con los nombres de filosofía, ciencia y franqueza, mientras que la mentira anda por calles, plazas y salones,