disfrazada con los brillantes nombres de educación, galantería, etiqueta, y otros mucho más hipócritas todavía.
Clara deseaba oir la voz de la verdad; pero ¿cómo conocerla?
Esta duda la hizo escéptica en puntos de fe mundana, y se hizo sectaria de la filosofía de Santo Tomás.
Necesitaba ver para creer.
Había oido tanto!
Sumergida estaba en sus amargas meditaciones; acaso sus carcajadas se iban á trasformar en una lágrima, cuando interrumpió aquella elaboración químico-psicológica una joven alta, esbelta, blanca y rubia, fresca, linda y limpia como el oro, que entró precipitadamente en el gabinete donde Clara filosofaba.
Era Pilar, la doncella de Clara.
— Señora: ya sé todo lo que Vd. me encargó averiguar. Sé quién es el dueño del libro, y cómo y por qué le arrojó al jardín.
— Bien por tu habilidad! ¿Y cómo te has compuesto para averiguarlo?
— No he necesitado hacer nada. Hace un rato, apenas acababa de entrar el señorito Alfonso, Juan el portero me avisó diciéndome que había un joven que deseaba hablarme. Bajó al portal, y ¿quién creerá Vd. que era?
— Quién?
— El mismo que está retratado en él libro. El autor de esas poesías. ¡Qué guapo es y qué amable!
— Y te ha explicado por qué fué?...
— Calle Vd., señora: se va Vd. á asombrar cuando lo sepa. Me dijo que le hiciera el favor del libro, y que se le diera sin que Vd. supiera nada. Me lo pidió de tal modo y encargó tanto el silencio, que le pregunté la razón, y á fuerza de habilidad he logrado hacerle cantar.
— Pero por qué arrojó el libro?
— Toma! Porque está enamorado de Vd.
— Enamorado de mí!
— Enamorado es poco: está loco, señora: le he visto llorar al contarme lo que está pasando por Vd.
— Ha llorado? Y qué te ha dicho? Cuéntame.
— Calle Vd., si casi me ha hecho llorar á mí. Me ha dicho que la ventana de su cuarto cae al jardín de casa. Que desde allí la ha visto á Vd., y que hace dos años que no vive; que está adorándola