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376 — La media naranja

Vestida con un sencillo vestido de glacé negro que dibujaba con más vigor la esbeltez de su cuerpo; con una cinta de seda azul graciosamente enlazada en su cabeza, un cinturon negro con broche de acero y un par de hermosas perlas por pendientes, Clara estaba encantadora en su sencillez, romántica sin afectación.

Hallábase sentada frente al reló de la chimenea, y el mármol, reflejando el rayo de sol, le enviaba á su rostro, que aparecía doblemente blanco resaltando sobre su negro vestido.

El rostro de aquella hermosa criatura revelaba emoción, inquietud, ansiedad, y al mismo tiempo una imperceptible sonrisa y contracción de sus labios le daban una expresión como de ironía, orgullo y atrevimiento. Unas leves ojeras denunciaban la agitación de un insomnio y le daban un tinte melancólico y picante al mismo tiempo El conjunto de su expresión era imposible de definir; pero en su rostro se trasparentaban grandes pensamientos, secretas luchas y supremas resoluciones.

Un par de copas llenas de agua y colocadas en una bandeja de plata labrada estaban sobre la mesa, y cada vez que Clara las miraba, una extraña sonrisa, que degeneraba en meditación, se pintaba en su fisonomía.

— Ahí está ya! — dijo Clara al oir un timbre que anunciaba la llegada de una persona; y dominando una visible emoción que hacía palpitar su corazón, arregló su falda, dió un ligero toque á su cabello, se dió, en fin, ese pase de mano que, como las pinceladas de un gran artista, dan el tono, la gracia, el chic, la afinación, á esos encantos imperceptibles al examen y decisivos para la supremacía de una mujer hermosa y elegante.

Abrióse la puerta que comunicaba con el salón, y apareció Alfonso, elegantemente vestido. Su ligera palidez indicaba una secreta emoción; pero al mismo tiempo la mirada firme, arrogante, casi provocativa, demostraba una voluntad avasallando todas las emociones íntimas, y resuelta á afrontar todas las situaciones, á fingir todas las mentiras, ó á oponer el descaro como última defensa del que ya ha perdido todas las armas de la razón.

Después de los saludos de ordenanza, y de preguntarse mutuamente por su salud, Alfonso se sentó en una butaca, que acercó á la de Clara.

— Amigo: se fué Vd. anoche tan bruscamente, que creí que