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bas de lo que son semejantes huéspedes, han procedido sabiamente, poniendo grandes trabas a la entrada de extranjeros en sus dominios. La China les permite arribar a sus costas, pero no entrar en el país mismo. El Japón admite solamente a los holandeses, y aun éstos han de someterse a un trato especial, como de prisioneros, que les excluye de toda sociedad con los naturales del país. Lo peor de todo esto—o, si se quiere, lo mejor, desde el punto de vista moral—, es que las naciones ci-


    designe al imperio chino; el más frecuente es la palabra Kin, que significa oro—que los tibetanos llaman Ser—; por eso el emperador es llamado rey del oro—de la más magnífica tierra del mundo—. Esa palabra, es posible que en el imperio se pronuncie como Chin; pero los misioneros italianos la habrán pronunciado Kin, a causa de la letra gutural. De aquí se infiere entonces, que la que los romanos llamaban tierra sérica o de los Seres, era China. El comercio de la seda se hacía probablemente por el Tibet, Bokhara y Persia, todo lo cual da lugar a no pocas consideraciones acerca de la antigüedad de ese extraordinario Estado, comparándolo con el Hindostán y relacionándolo con el Tibet y el Japón. En cambio, el nombre de Sina o Tschina, que sua vecinos suelen dar a esas tierras, no sugiere nada. Quizá pudieran explicarse también las antiquísimas, aunque nunca bien conocidas, relaciones de Europa con el Tibet, por lo que nos refiere Hesychio del grito de los hierofantes en los misterios de Eleusis. Este grito era, en letras griegas, Χόνξ Όυπαξ, y en latinas, Konx ompax (véase Viaje del joven Anacarsis, parte V, página 447 y siguientes). Ahora bien, según el Alfabeto tibetano de Georgius, la palabra Concioa significa Dios, y esta palabra tiene una gran semejanza con la de Konx; la palabra pah-cio significa el que promulga la ley, la divinidad repartida por el mundo, también llamada Cencresi —página 177—. Adviértase que los griegos pronunciarían