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Esto no es más decisivo de lo que sería para un observador sobrehumano que quisiera fijar los límites de nuestra inteligencia, la vista de los estragos del alcoholismo, ó de un campo de batalla. Menos quizá. La situación de la abeja, si se la compara con la nuestra, es extraña en este mundo. Ha sido colocada en él para vivir dentro de la Naturaleza indiferente é inconsciente, y no al lado de un ser extraordinario que trastorna en torno suyo las leyes más constantes y crea fenómenos grandiosos é incomprensibles. En el orden natural, en la selva natal, el enloquecimiento de que habla Langstroth no sería posible mientras algún accidente no rompiera una colmena llena de miel. Pero entonces no habría allí ni ventanas mortales, ni azúcar hirviente, ni jarabe demasiado espeso, y por consiguiente ni muertes ni otros peligros que los que corre todo animal que persigue su presa.

¿Conservaríamos mejor que ellas nuestra sangre fría, si una potencia insólita tentara á cada paso nuestra razón? Nos es, pues, harto difícil juzgar á las abejas, que nosotros mismos volvemos locas, y cuya inteligencia no ha sido armada para descubrir nuestras emboscadas, lo mismo armada la nues tra para burlar las de un ser superior, hoy desconocido, pero sin embargo posible. No conociendo nada que nos domine, deducimos de ello que ocupamos la cumbre de la vida sobre la tierra; pero, al fin y al cabo, eso no es indiscutible. No quiero creer que cuando hacemos no VIDA DE LAS ABEJAS .—7