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— 98 and cosas desordenadas y miserables caemos en los brazos de un genio superior, pero no es inverosímil que eso parezca cierto algún día. Por otra parte, no se puede sostener razonablemente que las abejas carezcan de inteligencia porque todavía no hayan logrado distinguirnos de un oso ó de un mono grande y nos traten como tratarían á los ingenuos huéspedes de la selva primitiva. Hay en nosotros, y en torno nuestro, potencias tan desemejantes como aquéllas, y no las distinguimos mejor.

En fin, para terminar esta apología, con la que estoy cayendo en el pequeño extravío que reprochaba á sir John Lubbock, ¿no se necesita ser inteligente para cometer tan grandes locuras? Así sucede siempre en este dominio incierto de la inteligencia, que es el estado más precario y más vacilante de la materia. En la misma claridad de la inteligencia está la pasión, que no se podría decir á ciencia cierta si es el humo ó la mecha de la llama. Y aquí la pasión de las abejas es lo bastante noble para excusar las vacilaciones de la inteligencia. Lo que las impulsa á esa imprudencia no es el ardor animal de hartarse de miel. Podrían hacerlo cómodamente en las despensas de su morada. Observadlas, seguidlas en una circunstancia análoga, y las veréis, tan pronto cómo llenan el estómago, volver á la colmena, vaciar en ella el botín, para visitar y abandonar treinta veces en una hora la maravillosa vendimia. El mismo deseo realiza, pues, tantas obras admirables : el celo por llevar cuantos bienes puedan á la casa de