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da, ó mejor, ese medallón ovalado cuyo topacio central es ella misma, y que se parece bastante á los imponentes medallones que usaban nuestras abuelas. Es por otra parte notable, ya que se ofrece la oportunidad de notarlo, que las obreras eviten siempre volver las espaldas á la reina. Tan pronto como ésta se aproxima á un grupo, todas se arreglan de tal modo que, invariablemente, le presentan los ojos y las antenas y andan ante ella hacia atrás. Es una señal de respeto ó más bien de solicitud que, por inverosímil que parezca, no es menos constante y por completo general. Pero volvamos á nuestra soberana. A menudo, durante el ligero espasmo que acompaña visiblemente la emisión del huevo, una de las hijas la toma en sus brazos y uniendo las frentes y las bocas, parece hablarla en voz baja. La reina, bastante indiferente hacia esas manifestaciones un tanto desaforadas, ni se precipita ni se conmueve, entregada por completo á su misión que parece ser para ella, más que un trabajo, un deleite amoroso. En fin, al cabo de algunos segundos se levanta con calma, se aleja un paso, da un cuarto de vuelta sobre sí misma, y antes de introducir en ella la punta del vientre, mete la cabeza en la celda vecina, para asegurarse de que todo está en orden, y de que no va á poner dos veces en el mismo alvéolo, mientras dos ó tres abejas de la obsequiosa escolta ruedan sucesivamente á la celda abandonada, para ver si la obra se ha consumado y rodear de cuidados ó poner en lugar seguro el huevecillo azulado que la soberana aca-