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llares de urnas (en una colmena grande se cuentan de sesenta á ochenta mil), se agrietan, y dos grandes ojos negros y graves aparecen bajo dos antenas que palpan ya la existencia en torno suyo, mientras un par de activas mandíbulas acaban de ensanchar la abertura. Las nodrizas acuden al punto y ayudan á la joven abeja á salir de su cárcel, la sostienen, la acepillan, la limpian y le ofrecen en la punta de la lengua la primer miel de su nueva vida. La abeja que llega de otro mundo está aún aturdida, algo pálida, vacilante. Tiene el aspecto débil de un viejecillo escapado de la tumba. Diríase que es un viajero cubierto por el polvo algodonoso de los ignotos caminos que conducen á la existencia. Por lo demás, es perfecta de pies á cabeza, inmediatamente sabe cuanto necesita saber, y semejante á los hijos del pueblo, que desde que nacen, por decirlo así, comprenden que no tendrán tiempo de jugar ni de reir, se dirige á las celdas cerradas y comienza á batir las alas y á moverse cadenciosamente para calentar á su vez á sus amortajadas hermanas, sin detenerse á descifrar el sorprendente enigma de su destino y de su raza.

II

Sin embargo, en un principio se le ahorran las tareas más fatigosas. No sale de la colmena hasta ocho días después de su nacimiento para realizar su primer «vuelo de aseo» para lle2