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imaginación puede concebir, su manera de admitir ó de rechazar un enemigo; la victoria posible del más débil sobre el más fuerte, por ejemplo, el Cuarzo todopoderoso que cede cortésmente al humilde y cazurro Epídoto, y que le permite subírsele encima, la lucha ora horrorosa, ora magnífica del cristal de roca con el hierro, la expansión regular, inmaculada, y la pureza intransigente de tal trozo hialino que rechaza de antemano toda mancha, y el crecimiento enfermizo, la inmoralidad evidente de su hermano, que las acepta y se retuerce miserablemente en el vacío; podríamos invocar los extraños fenómenos de cicatrización y de reintegración cristalina, de que habla Claudio Bernard, etc... Pero esos misterios nos son demasiado extraños. Limitémonos á las flores, últimas figuras de una vida que aún tiene alguna relación con la nuestra. Ya no se trata de animales ó de insectos á los que atribuyamos una voluntad inteligente y particular por cuyo medio subsisten. Con razón ó sin ella no les atribuimos ninguna. En todo caso no podemos encontrar en ellas la menor señal de los órganos en que nacen y se ubican por lo común la voluntad, la inteligencia, la iniciativa de una acción. Por consiguiente, lo que obra en ellas de una manera tan admirable procede directamente de lo que en otras partes llamamos: la Naturaleza.

Ya no se trata de la inteligencia del individuo, sino de la fuerza inconsciente é indivisa que tiende lazos á otras formas de ella misma. ¿Induciremos que esos lazos sean otra cosa que sim-