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Dese alto, que está á la izquierda, ese de aire »jovial, que lanza tan gruesos haces. El verano » pasado, sus amigos le rompieron el brazo deprecho en una riña de taberna. Le reduje la frac»tura que era peligrosa y complicada. Le asistí »largo tiempo, le di con qué vivir mientras no »podía volver al trabajo. Iba todos los días á casa. Aprovechó la circunstancia para hacer co»rrer la voz por la aldea que me había sorpren»dido en brazos de mi cuñada, y que mi madre se embriagaba. No es perverso y no me odia; al contrario, observe usted que su rostro se ilu>mina con una buena y sincera sonrisa en cuanto me ve. Tampoco le impulsaba el odio social.

El campesino no odia al rico; respeta dema»siado la riqueza. Pero creo que mi buen gañán no comprendía por qué lo asistía yo sin sacar provecho de ello. Sospecha alguna mala inten»ción, y no quiere ser víctima de ella. Más de uno, más rico ó más pobre, había hecho antes que él lo mismo ó peor... No creía mentir al propalar esas invenciones: obedecía á una or»den confusa de la moralidad ambiente. Contestaba sin saberlo, y á pesar suyo, por decir»lo así, ¿l deseo omnipotente de la malevolencia general... Pero, ¿á qué terminar un cuadro »que conocen cuantos han vivido algunos años en el campo? He ahí la segunda apariencia, que la mayoría llama la verdad. Es la ver»dad de la vida necesaria. Es indudable que »descansa sobre los hechos más preciosos, sobre los únicos que todo hombre puede ob»servar y comprobar.

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