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Pero pasó ya el tiempo de la miel de mayo, del vino—flor de los tilos, de la franca ambrosía de la salvia, del serpol, del trébol blanco, de la mejorana. En lugar del libre acceso á los buenos depósitos rebosantes que abrían bajo sus bocas sus brocales de cera, complacientes y azucarados, encuentran en torno un ardiente matorral de dardos emponzoñados que se erizan. La atmósfera de la ciudad ha cambiado. El amigable perfume del néctar ha cedido su lugar al acre olor del veneno cuyas mil gotitas resplandecen en la punta de los aguijones y propagan el rencor y el odio. Antes de haberse dado cuenta del derrumbamiento inaudito de todo su destino de ocio y de regalo, en el trastorno de las leyes dichosas de la ciudad, cada uno de los azorados parásitos se ve asaltado por tres ó cuatro ajusticiadoras que se esfuerzan por cortarles las alas, aserrarles el peciolo que une el abdomen al tórax, amputarles las febriles antenas, dislocarles las patas, dar con una juntura de los anillos de la coraza para hundir en ella su dardo. Enormes pero inermes, desprovistos de aguijón, no piensan siquiera en defenderse, tratan de escapar ú oponen únicamente su masa obtusa á los golpes que los abruman. Derribados de espaldas, agitan torpemente, en el extremo de sus poderosas patas, á las enemigas que no sueltan su presa, ó girando sobre sí mismos arrastran el grupo entero en un torbellino loco pero pronto exhausto. Al cabo de cierto tiempo están en un estado tan lamentable, que la piedad, que nunca está muy lejos de la justicia en el fondo