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de nuestro corazón, acude a toda prisa y pediría gracia—aunque inútilmente,—á las duras obreras que sólo reconocen la ley profunda y seca de la Naturaleza. Las alas de los desdichados quedan laceradas, los tarsos arrancados, las antenas roídas, y sus magníficos ojos negros, espejos de las flores exuberantes, reverberos del azur y de la inocente arrogancia del estío, dulcificados entonces por el sufrimiento, no reflejan ya más que el desconsuelo y la angustia del fin.

Los unos sucumben á sus heridas y son inmediatamente arrastrados por dos ó tres de sus verdugos á los lejanos cementerios. Otros, menos heridos, logran refugiarse en algún rincón en que se amontonan y donde una guardia inexorable los bloquea, hasta que se mueran de inanición. Muchos logran ganar la puerta y escapar al espacio arrastrando á sus adversarias, pero, al caer la tarde, hostigados por el hambre y el frío, vuelven en masa á la entrada de la colmena, implorando un abrigo. Tropiezan con otra guardia inflexible. Al día siguiente, á su primer salida, las obreras barren el umbral en que se amontonan los cadáveres de los gigantes inútiles, y el recuerdo de la raza ociosa se extingue en la ciudad hasta la siguiente primavera.

III

La matanza se realiza á menudo el mismo día en gran número de colonias del colmenar.

Las más ricas, las mejor gobernadas dan la se-