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ñal. Algunos días después las imitan las pequeñas repúblicas menos prósperas. Los pueblos más pobres, los más débiles, aquellos cuya madre está ya muy vieja y casi estéril, para no abandonar la esperanza de ver fecunda á la joven reina que aguardan y que todavía puede nacer, son los únicos que mantienen á sus zánganos hasta la entrada del invierno. Entonces sobreviene la miseria inevitable, y la tribu entera, madre, parásitos, obreras, se amontona en un grupo hambriento y estrechamente enlazado que perece en silencio en la sombra de la colmena, antes de las primeras nieves.

Después de la ejecución de los ociosos en las ciudades populosas y opulentas, el trabajo se reanuda, pero con ardor decreciente porque el néctar comienza á escasear. Las grandes fiestas y los grandes dramas han pasado. El cuerpo milagroso con sus guirnaldas de millares y millares de almas, el noble monstruo sin sueño, alimentado de flores y de rocío, la gloriosa colmena de los hermosos días de julio, va adormeciéndose gradualmente, y su tibio aliento, cargado de perfumes, se alarga y se congela. La miel de otoño, para completar las provisiones indispensables, va acumulándose, sin embargo, en las murallas nutricias, y los últimos depósitos son sellados con el incorruptible sello de cera blanca. Césase de edificar, los nacimientos disminuyen, las muertes se multiplican, las noches se alargan, los días se acortan. La lluvia y los vientos inclementes, las brumas matutinas, las emboscadas de la sombra demasiado rá-