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pida, arrebatan centenares de trabajadoras que no vuelven más, y todo el pequeño pueblo, tan ávido de sol como las cigarras del Atica, siente que va extendiéndose sobre él la helada amenazadora del invierno.

El hombre ha tomado su parte de la cosecha, Cada una de las buenas colmenas le ha ofrecido ochenta ó cien libras de miel, y las más maravillosas le dan á veces doscientas, que representan enormes capas de luz licuada, inmensos campos de flores visitadas, una por una, mil veces cada día. Ahora lanza una postrer mirada á las colonias que se adormecen. Quita á las más ricas sus tesoros superfluos para distribuirlos entre las empobrecidas por los infortunios, siempre inmerecidos en ese mundo laborioso. Tapa y abriga cuidadosamente las colmenas, entorna sus puertas, quita los marcos inútiles, y entrega las abejas á su gran sueño invernal. Estas se reunen entonces en el centro de la colmena, se contraen y se cuelgan de los panales que encierran las urnas fieles de las que ha de salir durante los días helados, la substancia transformada del estío. La reina se coloca en el medio, rodeada por su guardia. La primer fila de obreras se aferra á las celdas selladas, cúbrelas una segunda fila, cubierta á su vez por la tercera, y así sucesivamente hasta la última que forma la envoltura. Cuando las abejas de esta envoltura sienten que el frío las invade, entran en la masa, siendo reemplazadas por otras que lo son también más tarde. El colgado racimo es como una esfera tibia y leonada que escinde las paredes de