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nuestras abejas domésticas, los abejorros hirsutos y rechonchos, á veces minúsculos, casi siempre enormes y cubiertos, como el hombre primitivo, con un informe sayo ceñido con aniÎlos de cobre ó de cinabrio. Son todavía semibárbaros, violentan los cálices, los desgarran si resisten, y penetran bajo los velos satinados de las corolas como entraría el oso de la caverna bajo la tienda de seda y perlas de un princesa bizantina.

Al lado, más grande que el mayor de ellos, pasa un monstruo vestido de tinieblas. Arde en fuego sombrío, verde y violáceo: el Xyldcopo, roe madera, el gigante del mundo melífico. Como séquito y por orden de talla, vienen los fúnebres Calicódomos, ó abejas albañiles, vestidas de paño negro, que construyen con arcilla y casquijo, mansiones tan duras como la piedra.

Luego, en revuelta confusión, vuelan los Dasypodos y los Halictos, que se parecen á las avispas, los Andrenos, á menudo presa de un fantástico parásito, el Stylops, que transforma completamente el aspecto de la víctima que ha elegido, los Panurgos, casi enanos y siempre abrumados bajo pesadas cargas de polen, las Osmias multicolores que tienen cien industrias especiales. Una de ellas, la Osmia Papaveris, no se contenta con pedir á las flores el pan y el vinonecesarios, corta de las corolas de la adormidera la amapola, grandes jirones de púrpura, para tapizar regiamente con ellos el palacio de sus hijas. Otra abeja, la más pequeña de todas, un grano de polvo que se cierne sobre cuatro alas