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rada general, bastará saber que se compone de una reina, madre de todo su pueblo; de millares de obreras ó neutras, hembras incompletas y estériles, y por último de algunos centenares de machos, entre los cuales se elegirá el esposo único y desdichado de la soberana futura, la que las obreras se darán después de la partida, más o menos voluntaria, de la madre reinante.

VI

La primera vez que se abre una colmena, se experimenta algo semejante á la emoción que se sentiría al violar un objeto desconocido y lleno quizá de sorpresas temibles, una tumba por ejemplo. Hay en torno de las abejas una leyenda de amenazas y de peligros. Hay el recuerdo enervado de esas picaduras que provocan un dolor tan especial que no se sabe á qué compararlo se diría que es una aridez fulgurante, una especie de llama del desierto que se esparce por el miembro herido, como si nuestras hijas del sol hubieran extraído de los rayos irritados de su padre, un veneno resplandeciente para defender con mayor eficacia los tesoros de dulzura que sacan de sus horas benéficas.

Verdad es que, abierta sin precaución por quien no conozca ni respete el carácter y las costumbres de sus habitantes, la colmena se transforma al punto en ardiente zarza de cólera y de heroísmo. Pero nada es más fácil de adquirir que la pequeña habilidad necesaria pa-