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ra manejarla impunemente. Basta con un poco de humo proyectado á propósito, con mucha sangre fría y suavidad, y las bien armadas obreras se dejan despojar sin pensar en desnudar el aguijón. No reconocen á su amo, como se ha sostenido, no temen al hombre, pero ante el olor del humo, ante los lentos ademanes que recorren su morada sin amenazarlas, se imaginan que no se trata de un ataque ni de un gran enemigo del que sea posible defenderse, sino de una fuerza ó de una catástrofe natural, á la que es bueno someterse. En vez de luchar en vano, y llenas de una previsión que, si se engaña es porque mira demasiado lejos, tratan por lo menos de salvar el porvenir y se arrojan sobre sus reservas de miel para sacar y esconder en su mismo cuerpo con qué fundar en otra parte, en cualquiera é inmediatamente, una ciudad nueva si la antigua es destruida ó si se ven obligadas á abandonarla.

VII

El profano ante quien se abre una colmena de observación (1) sufre al principio un desencanto. Se le había asegurado que aquel co(1) Se llama colmena de observación, una colmena con cristales, provista de cortinas negras ó de postigos. Las mejores sólo contienen un panal, lo que permite observarlo por sus dos caras. Se puede, sin peligro ni inconveniente, instalar estas colmenas, provis-