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ticulosa limpieza de las calles y de las plazas públicas; á las necróforas que llevan lejos de allí los cadáveres; á las amazonas del cuerpo de guardia que velan día y noche por la seguridad de la entrada, interrogan á cuantos van y vienen, examinan á las adolescentes á su primer salida, espantan á los vagabundos, los sospechosos y los rateros, expulsan á los intrusos, atacan en masa á los enemigos temibles y si es necesario barrean la puerta.

«El espíritu de la colmena», en fin, es el que fija la hora del gran sacrificio anual al genio de la especie, hablo de la enjambrazón, en que un pueblo entero, llegado á la cúspide de su prosperidad y de su poderío, abandona de pronto á la generación futura todas sus riquezas, sus palacios, sus moradas y el fruto de sus fatigas, para marcharse á buscar á lo lejos, la incertidumbre, y la desnudez de una nueva patria. He ahí un acto que, consciente ó no, va más allá de la moral humana. Arruina á veces, empobrece siempre, dispersa inevitablemente la ciudad dichosa para obedecer á una ley más alta que la dicha de la ciudad. ¿Dónde se formula esa ley que, según hemos de verlo en seguida, está lejos de ser fatal y ciega, como se cree? ¿Dónde, en qué asamblea, en qué consejo, en qué esfera común funciona ese espíritu á que todos se someten, y que está, él también, sometido á un deber heroico y á una razón que siempre mira al porvenir?

Sucede con nuestras abejas como con la mayor parte de las cosas de este mundo; observamos "