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que el apicultor destruya en sus celdillas á las jóvenes reinas, inertes todavía, y que al mismo tiempo, si las larvas y las ninfas son numerosas, agrande los depósitos y los dormitorios de la nación al punto todo el tumulto improductivo cae como las gotas de oro de una lluvia obediente, el trabajo habitual se disemina por las flores, y la vieja reina, indispensable otra vez, sin esperar ni temer sucesores, tranquilizada respecto del porvenir, renuncia ese año á volver á ver la luz del sol. Reanuda pacíficamente en las tinieblas su tarea materna que consiste en poner, siguiendo una espiral metódica, de celdilla en celdilla, sin omitir una sola, sin detenerse jamás, dos ó tres mil huevecillos por día.

¿Qué hay de faltal en todo esto, si no es el amor de la raza de hoy á la raza de mañana?

La misma fatalidad existe en la especie humana, pero su poder y su extensión son menores en ella. No produce jamás esos sacrificios totales y unánimes. ¿A qué fatalidad previsora, que reemplaza á ésta, obedecemos? Se ignora, y no se sabe qué ser nos mira como nosotros miramos á la abeja.

VII

Pero el hombre no turba la historia de la colmena que hemos elegido, y el ardor, húmedo aún, de un bello día que avanza á paso tranquilo y ya radiante bajo los árboles, precipita