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A 46 1 jamás. Hasta ocurre que el apicultor instala la colmena en que ha recogido á la vieja reina y el racimo de abejas que la rodea, precisamente al lado de la colmena que acaban de abandonar.

Sea cual sea el desastre que las hiera, diríase que han olvidado irrevocablemente la paz, la felicidad laboriosa, las enormes riquezas y la seguridad de su antiguo palacio, y todas, una por una, hasta la última, morirán de frío y de hambre en torno de su desdichada soberana, antes que volver á la casa natal, cuyo buen olor de abundancia que no es más que el perfume de su trabajo pasado, penetra hasta su desolación.

IX

He ahí algo, se dirá, que no harían los hombres, uno de los hechos demostrativos de que, pesar de las maravillas de esa organización, no hay en ella ni inteligencia ni conciencia verdaderas. ¿Qué sabemos? Fuera de que es muy admisible que haya en otros seres una inteligencia de otra naturaleza que la nuestra, y que produzca efectos muy diferentes sin ser por eso muy inferiores; ¿somos acaso, y sin salir de nuestra pequeña parroquia humana, tan buenos jueces de las cosas del espíritu»? Basta que veamos dos o tres personas que hablen y se agiten detrás de una ventana sin oir lo que dicen, para que ya nos sea muy difícil adivinar el pensamiento que las mueve. ¿Creéis que un habitante de Marte ó de Venus que, desde lo