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XXIII

Sea lo que sea, y para no abandonar nuestra conjetura que tiene por lo menos la ventaja de relacionar en nuestro espíritu ciertos actos que están evidentemente ligados en la realidad, las abejas adoran mucho más en su reina el porvenir infinito de la raza que á la reina misma.

Las abejas no tienen nada de sentimentales, y cuando una de ellas vuelve del trabajo tan gravemente herida que la juzgan incapaz de seguir prestando servicios, la expulsan sin piedad de la colmena. Y sin embargo, no puede decirse que sean incapaces de sentir una especie de cariño personal hacia la madre. La reconocen entre todas las demás: aun cuando esté vieja, miserable, estropeada, la guardia de la puerta no permitirá jamás que una reina desconocida, por joven, por bella, por fecunda que parezca, pcnetre en la colmena. Verdad que ese es uno de los principios fundamentales de su policía, al que sólo se falta á veces, en épocas de gran cosecha de miel, en favor de alguna obrera extraña bien cargada de víveres.

Cuando la reina ha quedado completamente estéril, las abejas la reemplazan criando cierto número de princesas reales. Pero ¿qué hacen de la vieja soberana? No se sabe, pero los criadores de abejas han solido encontrar en los panales de la colmena, una reina magnífica y en la flor de la edad, y allá en el fondo, en un cuar-