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79 1 las orillas del arroyo resplandecen bajo una nueva cosecha, si la reina está vieja ó menos fecunda, si la población se acumula y se siento estrecha, veréis edificar celdas reales. Esas mismas celdas podrán ser destruidas si la cosecha falta ó se agranda la colmena. Muchas veces serán conservadas mientras la joven reina no haya realizado con éxito el vuelo nupcial, para ser destruidas cuando entre en la colmena arrastrando tras ella, como un trofeo, la señal irrecusable de su fecundación. ¿Dónde reside esa sabiduría que de tal modo pesa el porvenir y el presente, y para quien lo que aún no está visible es de más peso que todo cuanto se ve? ¿Dónde se sienta esa prudencia anónima que renuncia y elige, que eleva y rebaja, que con tantas obreras podría hacer tantas reinas y que de tantas madres hace un pueblo de vírgenes? Hemos dicho en otra parte que se encuentra en el «espíritu de la colmena»; pero, ¿dónde buscar, al fin, el espíritu de la colmena» sino en la asamblea de las obreras? Para convencerse de que reside allí, quizá no hubiera sido necesario observar tan atentamente las costumbres de la república real. Bastaba, como lo hicieron Dujardin, Brandt, Girard, Vogel y otros entomólogos, colocar bajo el microscopio, junto al cráneo algo vacío de la reina y la cabeza magnífica de los machos en que resplandecen veintiséis mil ojos, la cabecita ingrata y preocupada de la virgen obrera. Veríamos que en esa cabecita se desarrollan las circunvoluciones del cerebro más vasto y más ingenioso de la colme-