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Ramsés oyó el de Adonaí entre los extranjeros y no ése. El muezín, ajeno a lo que pensamos, lanza sin cesar sus gritos y arroja de la torre cuatro cigüeñas que hienden el espacio. Majestuosas, evocan con sus alas el recuerdo de cuando eran sagradas en el Egipto. Revolotean, aspiran en el aire la luz moribunda a pleno pulmón y reposan sobre un inmenso bloque. El clamor del issam en el templo de los faraones, parece mover sus vetustos picos. Sus voces se tornan en inteligibles, y dice una, como respondiendo al curso de nuestro vagabundo espíritu :

«Mi nido más hermoso está en una catedral en el mediodía de Francia. Vivo en una hornacina, entre las nubes y los hombres. Allí, no me despierta el grito sonante en el alminar, y limitado como su impulso. Me estremezco al vibrar de las campanas, y aquel vago, infinito son, da a mis alas el deseo de perseguirlo en el espacio. Y vuelo con júbilo, y cuando torno a reposar apoyándome en una vidriera, me saluda el órgano de adentro que es el himno de mi aurora. Por eso en Luxor anido en la capilla del vestíbulo, donde hay santos de antiguos monjes, que recuerdan pintados las hieráticas esculturas de mi torre.»

Exclama la segunda : «Anido en Europa, so-