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neo, y la construcción se eleva y crece ante nuestros ojos. Lo dividen rejillas, dándole extraño aspecto, bajo plafones y muros de cedro. Las incrustaciones de marfil y nácar se multiplican del techo al friso. La luz sombría huye misteriosa de los altos, vagarosos agujeros, como si siendo del tiempo de Eutiques pudiese no perder su noble antigüedad, encerrándose en el cavernoso ambiente. En tanto, todo el recinto es una maravilla de ligeras ornamentaciones, abiertas al parecer en la penumbra, como finos helechos en la humedad de las grutas.
A un paso de allí está la curiosa mezquita Amru. Un patio colosal, lleno de árboles y arcadas, es lo primero que se mira. Allá, al frente y en el fondo, un bosque de columnas de piedra, con techo plano, rodea al mirab, que forma la verdadera nave. Vemos dos columnas gastadas por los fieles al pasar entre ellas, pues el hacerlo es buen augurio de que las puertas del cielo no les serán cerradas. Hay mármoles de todas dimensiones y de todos matices, restos de construcciones romanas y bizantinas, en extraños juegos. En un bloque gris veteado, traído milagrosamente, según la leyenda, desde la Meca, aparecen los nombres de Alah, Mahoma y Solimán, formando un arabesco.
En el templo no se celebran los ritos. El ára-