bre esos cabellos que parecen engendrados por el mismo sol. No me hables de mis subditas ; muéstrame a las que han puesto en mis viejos huesos un deseo, casi una resurrección de vida. Este traje me lo ha conseguido mi guardián ; debo de estar irreprochable.»
Con asombro, el Pierrot observa una chistera de ocho reflejos, sobre el frac negro, y en ese instante dos parisienses se acercan. El rey les dirige la palabra ; ellas se ríen a mandíbula batiente, y se las ve precipitarse, con curiosidad casi amorosa, tras un egipcio coronado por la diadema de los dos Nilos, poseedor del cetro con el ureus. ¡ Ah ! el pobre Sesostris disfrazado de realidad ; cuan gran contraste !
«¿Quién es ése?» — exclama celoso.
«Setos I» — responde un grave señor que pasa con una lente en la mano.
«¿Y quién es Setos I?» — vuelve a preguntar.
«El padre de Sesostris» — le responden.
El rey, intrigado, dice a su amigo :
«Y ese señor de tan buena memoria, ¿quién es?»
Pierrot no lo conoce, pero un hombre gesticulante, de larga melena, que lleva sobre el cuello de su levita la dirección de un sastre : bulevar de Batignolles, 42, responde cantando con el aire de Mambrú se fué a la guerra :