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LAS FUERZAS EXTRAÑAS

no de provisiones; su zótano, atestado de vinos. Bajé á él. Conservaba todavía su frescura; hasta su fondo no llegaba la vibración de la pesada lluvia, el eco de su grave crepitación. Bebí una botella, y luego extraje de la alacena secreta el pomo de vino envenenado. Todos los que teníamos bodega poseíamos uno, aunque no lo usáramos ni tuviéramos convidados cargosos. Era un licor claro é insípido, de efectos instantáneos.

Reanimado por el vino, examiné mi situación. Era asaz sencilla. No pudiendo huir, la muerte me esperaba; pero con el veneno aquél, la muerte me pertenecía. Y decidí ver eso todo lo posible, pues era, á no dudarlo, un espectáculo singular. Una lluvia de cobre incandescente! La ciudad en llamas! Valía la pena.

Subí á la terraza, pero no pude pasar de la puerta que daba acceso á ella. Veía desde allí lo bastante, sin embargo. Veía y escuchaba. La soledad era absoluta. La crepitación no se interrumpía sino por uno que otro ululato de perro, ó explosión anormal. El ambiente estaba rojo, y á su través, troncos, chimeneas, casas, blanqueaban con una lividez tristísima. Los pocos árboles que conservaban follaje retorcíanse, negros, de un negro de estaño. La luz había decrecido un poco, no obstante de persistir la limpidez celeste. El horizonte estaba, esto sí,