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LA LLUVIA DE FUEGO

Ah!... nada, ni el cataclismo con sus horrores, ni el clamor de la ciudad moribunda era tan horroroso como ese llanto de bestia sobre las ruinas. Aquellos rugidos tenían una evidencia de palabra. Lloraban quién sabe qué dolores de inconciencia y de desierto á alguna divinidad obscura. El alma sucinta de la bestia agregaba á sus terrores de muerte, el pavor de lo incomprensible. Si todo estaba lo mismo, el sol cuotidiano, el cielo eterno, el desierto familiar—por qué se ardían y por qué no había agua?... Y careciendo de toda idea de relación con los fenómenos, su horror era ciego, es decir, más espantoso. El transporte de su dolor elevábalos á cierta vaga noción de provenencia, ante aquel cielo de donde había estado cayendo la lluvia infernal, y sus rugidos preguntaban ciertamente algo á la cosa tremenda que causaba su padecer. Ah!...esos rugidos, lo único de grandioso que conservaban aún aquellas fieras disminuidas: cuál comentaban el horrendo secreto de la catástrofe; cómo interpretaban en su dolor irremediable la eterna soledad, el eterno silencio, la eterna sed...

Aquello no debía durar mucho. El metal candente empezó á llover de nuevo, más compacto, más pesado que nunca.

En nuestro súbito descenso, alcanzamos á ver