—Cortad maderos, gritó á sus soldados; haced una cruz y clavad en ella á este perro. Que muera como su Dios!
Tres horas después, los soldados venían en grupos á contemplar el mártir. Wilfrido de HohenStein, clavado en una cruz muy baja, parecía estar muerto en pie. Desnudo enteramente, cruzado su cuerpo de rayas rojas, la cabeza doblada, los cabellos rubios cubriéndole los ojos, las manos y los pies como envueltos en púrpura, semejaba una efigie de altar. La muerte no conseguía ajar su juventud, realzándola más bien como una escarcha fina sobre un mármol artístico. El patíbulo daba al mar, sobre la ciudad ruinosa, desamparado bajo el cielo. Y los soldados admiraban en voz baja, con palabras bárbaramente desgarradas en vómitos guturales, aquella juventud enemiga, tan viril bajo los caballos rubios ceñidos ya por una gloria de apogeos.
El cuerpo de Wilfrido de Hohenstein no era ya sino un despojo. Estaba muy blanco, casi transparente, como un vaso de alabastro que ha dejado correr todo su vino; y bajo sus párpados entreabiertos, se vislumbraba una minúscula estrella azul.
Un buitre sirio, á inmensa altura, mecíase entre los cenitales esplendores. Los soldados lo vieron