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hachazo. Yo que me contristara, porque, teniendo otros dos árboles grandiosos en mi corral, el uno se descuajase de vejez, ¿he de ver esto? Y así sucede, mi intimo del alma. ¿Qué viene a ser esa sensibilidad humana? Los vecinos todos murmuran; y la señora del cura, en la manteca, los huevos y otras ofrendas, echará de ver la llaga que ha causado al pueblo. Es la del nuevo párroco (falleció el antiguo), una arpia enfermiza que tiene mil motivos para no tomar interés en el mundo, que no se interesa por ella; una mentecata, metida a sabionda y escudriñadora de los cánones, que se afana por la reforma flamante, moral y crítica de la cristiandad, emboscada en los desvarios de Lavater, con su salud quebrantadisima, en ayunos de todo recreo sobre la tierra; tal era el único fenómeno capaz de cortar mi nogal. Estoy fuera de mi; ya se ve, la hojarasca le desaseaba y humedecía el atrio; los árboles le atajaban la luz, y en sazonando las nueces, los muchachos los apedreaban, y le estremecían los nervios, la perturbaban en sus tareones, cuando careaba las autoridades de sus clásicos... Al ver a los vecinos, en especial los ancianos, tan indispuestos, les pregunté: ¿Por qué lo habian tolerado? <—Aqui, en el campo—me contestaron—, en queriendo el alcalde, no queda arbitrio, ya está hecho.» Pero sucedió un divertido incidente. El alcalde y el cura, que quería sacar partido del antojo de la dama, que sin esto le haria el caldo sosísimo, pensaron ir a medias. Enteróse el Concejo y dijo: «Acá para mi», pues mantenía viejas pretensiones sobre el atrio de la abadía,