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cuajado de dichas, no me es dado traspasarlas a quien yace yerto y exánime ante mi.

Por la tarde.

¡Atesoro tanto, y la sensación de ella lo abarca todo! ¡Atesoro tanto, y, sin ella, todu se anonada!

30 de octubre.

¡Cuántos centenares de veces vengo a estar en el disparador de arrojarme a su cuello! Allá, sabe Dios lo que cuesta, a quien está presenciando lo sumo de la excelencia, no atreverse a abalanzarse a ella; el asir es, sin embargo, la propensión más entrañable de la humanidad. ¿No asen los niños cuando les apetece?... ¿Y yo?...

3 de noviembre.

Dios sabe que me suelo acostar con el ansia, y a veces con la esperanza de no despertar. Por la madrugada abro los ojos, veo el sol, y soy desdichado.

¡Ojalá estuviese tan destemplado, que pudiese descargar la culpa sobre el temporal, sobre un tercero, sobre el malogro de una empresa; pues entonces no me alcanzaría sino a medias el peso intolerable de mi despecho! ¡Ay de mi! En demasía estoy sintiendo que toda la culpa es mía... Pero culpa, no. Harto es que en mi seno se abrigue el manantial de toda desventura, como antes el de la felicidad entera. ¿No soy acaso aún el idéntico, que por dondequiera andaba rebosando de sensibilidad, que al dar un paso me venia siguiendo un paraiso, con un pecho