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salpicado de sangre; el cariño y la confianza, los impulsos más preciosos del hombre, se habian convertido en violencia y asesinato. Los gallardos árboles estaban desnudos y escarchados. La cerca que se arqueaba sobre las paredes del atrio de la iglesia estaba deshojada, y los sepulcros aparecian, por las viseras, todos nevados.

Al acercarse a la taberna, donde toda la aldea se había agolpado, se oyó un ladrido y se vió a lo lejos una cuadrilla de gente armada, y todos gritaron que traian al matador. Vióle Werther, y no le quedó duda... Así fué: era el mozo enamorado de la viuda, al cual habia encontrado hacía poco batallando acá y allá con el desconsuelo mudo y la desesperación recóndita.

¿Qué muerte es esa, desventurado—exclamó Werther, encarándose con el preso. Este le miró, enmudeció, y prorrumpió con mudo sosiego: «Nadie la tendrá; a nadie tendrá ella.» Lo llevaron a la taberna, y marchóse Werther.

Con la conmoción vehemente y horrorosa, estremecióse hasta lo intimo de su ser. Su abatimiento, su desconsuelo y el abandono de la indiferencia volaron de relámpago; apoderósele un afán incontrastable de salvar al reo; con tal extremo se interesaba por él. Le consideraba tan desdichado y tan inocente en medio de su atrocidad, y se puso tan de medio a medio en su lugar, que conceptuó muy factible el persuadir lo mismo a los demás. Ya anhelaba poder explicarse a su favor, ya le asomabą a los labios un alegato impetuoso: volvió de un vuelo a la quinta,