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mi vega del alma anegada. A las once me arrojé fuera. Ofrecianine el formidable espectáculo de las olas enfurecidas y despeñadas, arremolinándose a la claridad de la luna, arrollando campiñas, praderas y vallados; y el valle anchuroso, a diestro y siuiestro, hecho un piélago, contrastando con su saia los bramidos del viento. Y cuando, por fin, la luna encaramada se entronizó sobre los nubarrones lóbregos, y que la riada estruendosa centelleaba a mis ojos, con redoblados y pavorosos reflejos, me estremeci todo, y en alas de mis impetus, iba a volar con los brazos tendidos para empozarme allá en el abismo, anheloso tras el alborozo de anegar de una vez mis quebrantos y martirios... ¡Ah! Con el empuje de mis vaivenes los pies no acertaron a elevarse y terminar mis tormentos... Ya estoy viendo que no es llegada mi hora. ¡Oh Guillermo, con qué gloria me desprendería de mi ser, y con cada ráfaga traspasaría las nubes y me abrazaria con las olas! ¿Y acaso este encarcelado no ha de disfrutar con el tiempo tanta dicha?

¡Con qué vehemencia estuve oteando hacia un sitio, donde me senté con Carlota, debajo de un sauce, tras un paseo acalorado!... También estaba anegado, y apenas reconocí el sauce, Guillermo. «¿Y sus prados—recapacité—, y las cercanias de la quinta? Tal vez, volvi a reflexionar, el raudal arrollador volcó la glorieta... Me relampagueó todo lo pasado, como a un préso sueños de rebaños, praderas y señorios... Parémne... No me reconvine, pues tengo ánimo para morir... Hubiera... Y aquí me estoy sentan-