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alguna preguntilla, a la cual contestaba muy lacónico, y se puso luego a escribir en su bufete.

Permanecieron así como una hora, y siempre se le fué más anublando el ánimo a Carlota. Se hizo cargo de cuán arduo seria desentrañar de su corazón aquel secreto con su esposo, aun cuando estuviese de temple muy placentero; y le sobrevino una congoja tanto más intensa cuanto procuraba encubrirla y tragarse las lágrimas.

Al asomar el mozo de Werther se agravó su conflicto; alargó la esquelilla a Alberto, quien sosegadamente se inclinó hacia su esposa, y le dijo: «Dale las pistolas»; y vuelto al muchacho, «que tenga feliz viaje»>. Esto fué un centellazo para ella: iba dando traspiés, enajenada toda. Se fué acercando pausadamente hacia la pared, descolgó temblando las armas, les limpió el polvo, y no acababa de entregárselas, hasta que una mirada significativa de Alberto arrolló su irresolución. Dió el fatal instrumento al mozo, sin acertar a proferir una palabra, y ape:

nas se marchó el portador recogió su labor, y se encaminó a su cuarto en el vaivén de la más rematada incertidumbre. Horrorizábanla los anuncios de su corazón, Tan pronto le asaltaban impulsos de arrojarse a los pies del marido y ponerle de manifiesto la ocurrencia sobrevenida, su yerro y sus zozobras, como echaba de ver el malogro de su intento, sin recabar de Alberto que fuera a la casa de Werther. Estaba cubierta la mesa, y cierta buena amiga que había ido a hacer una pregunta y marcharse en seguida, se quedó por fin; terció mediana-