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mente en la conversación y hubo de violentarse a hablar, esparcirse y distraerse.

Llegó el mozo con las pistolas, dáselas a Werther desaladamente al saber que iban de mano de Carlota; se hace traer pan y vino, manda al criado que se vaya a comer, y se pone a escribir:

«Pasaron por tu mano, limpiásteles el polvo; las beso mil veces recién tocadas por ti... ¡Y tú, angel del cielo, favoreces mi resolución! ¡Tú, Carlota, me aprontas el instrumento; tú, de cuya diestra ansiaba recibir la muerte, y ¡ay de mi! la recibo! Informame el mozo que temblabas al alargárselas, sin la menor despedida... ¡Oh, malhaya, malhaya!... ¡Ni un adiós siquiera! ¿Me habías de cerrar tu pecho por causa del trance que me ha estrechado contigo para siempre?... Carlota, ni los siglos de los siglos borrarán este cariño, y mis entrañas me están diciendo que no puedes llevar a mal los extremos de quien te idolatra.» Mandó al mozo, después de comer, que lo empaquetase todo; rasgó varios papeles, salió y dejó corrientes algunas deudas. Volvió a casa, marchóse de nuevo, y saliendo del pueblo se estuvo paseando en medio de la lluvia por el jardín del conde; se explayó luego por el campo, y volviendo al anochecer escribió:

«Guillermo: acabo de ver por la vez postrera el campo, la selva y el cielo. Adiós, tú también. ¡Perdóname, madre mia! ¡Consuélala, Guillermo! ¡Ben-