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15 de mayo.

La gentecilla infima del pueblo me va conociendo, se encariña conmigo, y más los niños. Cuando, al principio, me les arrimaba para hacerles tal cual preguntilla amistosamente, se maliciaban algunos que trataba de mofarme, y se me desviaban desatentísimamente. No me enojaba por eso, haciéndome cargo con ahinco de lo que tengo muy reparado, a saber, que los sujetos de cierta jerarquia se soslayan con despego de la gente plebeya, teniendo a mengua su roce, al paso que los frivolos o majaderos se suelen hacer encontradizos para descollar y asaetar más y más con sus quijotadas a los desvalidos.

Me hago cargo de que ni somos iguales, ni podemos serlo; pero doy por sentado que quien conceptúa necesario alejarse de la plebe para lograr acatamientos es no menos reprensible que un cobarde, quien se retrae de un contrario, por zozobra de quedar avasallado.

Ha poco estuve en la fuente, y me encontré con una criada, que, puesto su cántaro en el infimo escalón, se desojaba en busca de alguna compañerilla que le ayudase a encaramarlo sobre su cabeza; acudi allá diciéndole: «¿Gusta usted que le ayude, muchacha?» Sonrojóse toda y exclamó: «No, por Dios, caballero.» «Con mil amores»—le repliqué—. Alzó su vasija, ayudéla, me dió las gracias, y marchose.