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mento. Atravesé la entrada de la suntuosa casa, trepé por la graderia que luego se presenta, y, al asomar a la puerta, presencié el cuadro más primoroso que jamás había visto. En la antesala revoloteaban hasta seis niños de dos a once años en torno de una muchacha de linda estampa y de mediana estatura, vestida de blanco, sencillamente, con lazos rojizos en las mangas y al pecho. Tenia en la mano una hogaza morena, e iba cortando para los niños del derredor a cada cual su rebanada, a proporción de la edad y del apetito, tan cariñosamente, que todos le voceaban de corazón sus gracias, alargando todos sus manecitas en alto, hasta despacharles sus tajadas, y ufanos luego con su pitanza de cena, ya se iban brincando, ya los de temple más apacible llegando hasta la puerta del atrio para hacerse cargo de los forasteros y del carruaje donde se habia de ir Carlota. «Habrán ustedes de disimular—dijo ésta la mala obra que se les sigue tanto a usted como a las damas, de tenerlos ahi esperando. Además de las disposiciones y el arreglo de la casa en mi ausencia, se me había trascordado el reparto a los niños, quienes no quieren recibir el pan de su cena sino de mi mano. Contestéle con un cumplido cualquiera. Toda mi alma estaba clavada en su acento, su estampa, su porte, cuando pude rehacerme de mi sobrecogimiento, mientras corrió para su cuarto en busca de los guantes y del abanico. Los niños me miraban de reojo con cierto desvio, y me arrojé al menorcillo, que era lindisimo. Iba huyendo, al punto que asomó Carlota a la puerta y le dijo: