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«Luis, dale la mano al caballero primo.» Con esto el niño se despojó, y no pude menos de besarlo redobladamente, a pesar de sus desaseadas naricillas.

¡Primo!—exclamé—mientras le daba la mano, ¿me conceptúa usted acreedor a la dicha de ser su pariente? ¡Oh!—me contestó con una sonrisa traviesa—, nuestro primazgo es muy largo y tendido, y me daría lástima el que fuese usted de los menos allegados. Andando, dió a Sofia, su inmediata, niña como de once años, el encargo de estar a la mira de los niños y saludar al padre cuando volviese de su paseo a caballo. Amonestó a los niños que obedeciesen a Sofía como a ella misma, y así lo ofrecieron algunos expresamente. Pero una rubilla de seis años, toda entonadita, exclamó: «¡Conque no estarás, Carlota! Mejor nos hallamos contigo. Los dos mayorcillos se habian ya encaramado en el carruaje, y, a mis instancias, les permitió acompañarnos hasta el extremo del bosque, ofreciendo ellos no enredar y portarse con juicio.

Apenas estuvimos corrientes, las damas se cumplimentaron mutuamente sobre su porte, explayándose ante todo acerca de los sombreros, dando su pasada oportuna a los concurrentes, cuando Carlota mandó parar el coche para que se apeasen los hermanillos, quienes quisieron besarle de nuevo la mano, el mayor con sumo ahinco, siendo de unos quince años, y el menor con mucho arrebato y despejo. Saludólos y seguimos nuestra carrera.

Preguntóle la tía si habia despachado ya el librito que últimamente le había remitido. No por