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«Nada de embustes—me contestó—al darle la mano para hacer el paseo—; Alberto es un honradísimo sujeto, con quien estoy nada menos que apalabrada.» No me pudo coger de nuevo la especie, pues me la habian noticiado las compañeras en el camino, y sin embargo, me sobrecogió sobremanera; por cuanto en mi embeleso de aquel rato se me habia trascordado de todo punto el aviso. En suma, me trastorné; y ya fuera de tino, me embrollé con la pareja zompa, que a ciegas se disparaba de arriba y abajo, y se requirió toda la frescura de Carlota para entonarnos con sus empujes y tirones.

En medio del bailoteo, las llamaradas que centelleaban en la lejanía, relampaguearon encima con redobles, y los truenos retumbaron sobre la orquesta, a pesar de todos mis anuncios. Tres señoras, con sus caballeros, se nos habían desertado; siguióse un desconcierto general, y enmudeció la orquesta. Es muy natural que todo fracaso, acaecido en medio de un regocijo, nos encarne más que en otras circunstancias; ya por la contraposición que tan intensamente nos lastima, o ya, principalmente, porque nuestra sensibilidad, desenvuelta y patente, se impresiona más al vivo con las novedades. A esta causa atribuyo cuantos aspavientos extremaron las más de nuestras damas. La menos asombradiza se arrinconó, de espaldas a la ventana, tapándose los oidos; otra se arrodilló, ante cualquiera, para encubrir su cabeza con las faldas. Otra tercera, se embutia entre dos compañeritas y las abrazaba, hecha un mar de lágrimas. Unas querían volver a casa;