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mi puchero, deslio la manteca, avivo y surto la lumbre, y, si se ofrece, rajo mis astillas; entonces me impresiono hasta lo sumo de los denodados novios de Penélope, todos afanados en matar, descuartizar y asar bueyes y cerdos. Nada embarga mi sensibilidad en tanto y tan apacible grado, como los rasgos de la vida patriarcal, que yo, a Dios gracias, no aparento, sino que traigo de mio.

Bien haya mi pecho que acierta a paladear los deleites sencillos e inocentes del hombre, que pone un repollo en su mesa criado por su mano, y no sólo disfruta la berza, sino también el día apacible, la ma—drugada preciosa en que la plantó, la despejada tarde en que la regó, el gozo de estar viendo sus gallardos medros, todo en un idéntico momento.

29 de junio.

Anteayer vino el médico de la ciudad a casa del Apoderado, y me encontró sentado en el suelo con los hermanillos de Carlota, que gateaban unos al derredor, otros me pellizcaban, otros, a mis cosquiIlas movian grandisima bulla. El doctor, que es allá un estafermo muy entonado, que acude a los pliegues de sus vueltas y se está aliñando su interminable pechera, graduó todo esto de indecoroso para un sujeto de modales, y lo desaprobó con sus fruncimientos. Desentendime, dejándole desempenar sus formalísimos asuntos, y repuse a los niños sus castillejos de naipes que habían desbaratado.

Luego anduvo por el pueblo chismeando que los chiquillos del Apoderado estaban de suyo harto