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blo, para acompañar a una señora muy cabal, que, según dictamen de los facultativos, está muy al extremo, y quiere por despedida tener consigo a Carlota. Fuí la semana pasada con ella a visitar al cura de St..., sitio a media hora sobre la falda de la sierra. Llegamos hacia las cuatro. Carlota quiso llevar consigo a su segunda hermanita. Al llegar a la entrada, bajo el toldo de los grandiosos nogales, estaba el buen anciano sentado en un poyo a su puerta, y al ver a Carlota se vivificó, olvidó su báculo, se envalentonó y le salió al encuentro. Corrió Carlota a él, le precisó a volver al sitio, sentósé a su lado, le dió miles de saludos del padre, abrazó su asquerosillo mozuelo, el curandero de su vejez, y alli la hubieras visto cómo se afanaba con el anciano, cómo esforzaba la voz para hacerla más halagüeña a su sordera, cómo le habló de jóvenes lozanos, que habian fallecido impensadamente, de la excelencia de las aguas de Carlsbad, y de su acertada determinación de tomarlas el verano próximo, y más que le hallaba mejor entonado respecto de la vez anterior. Entretanto, acudi a rendir mi cacho de obsequio a madama, la consorte. El anciano se fué despabilando, y por cuanto no pude menos de celebrarle los nogales que nos entoldaban, se puso a historiarlos, aunque con algunos tropiezos. «El antiguo—dijo—, no consta quién fué el plantador; suponiendo unos que este cura, y otros que aquél; e joven ese, es contemporáneo de mi esposa, que cumple por octubre sus cincuenta. Su padre lo plantó en la madrugada del dia en que nació por la tarde.