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Fué mi antecesor, y no hay que decir cuán apasionado era del árbol, no siéndolo yo menos. Mi mujer estaba sentada en una viga, haciendo media, hace veintisiete años, cuando asomé por la primera vez a esta entrada como un pobre estudiante.» Preguntó Carlota por su hija, y dijeron que había ido con el señor Schmidt a trabajar en los prados altos, y el anciano continuó su relación, y paró en que se había granjeado la privanza de su antecesor, y, por supuesto, de la hija, siendo al pronto su regente y luego sucesor. No bien acabada la historia, se apareció la muchacha de casa con el señor Schmidt, por el huerto. Saludó con entrañable expresión a Carlota, y, en verdad, que no me desagradó; morenita, vivaracha y bien formada, con quien pudiera un hombre estar bien hallado en la campiña. Su amante (pues con asomos de tal se mostraba el señor Schmidt), ladino, aunque sosegado, por más que le brindó Carlota, no quiso terciar en nuestra conversación. Lo que más me desazonó fué que por sus facciones vine a rastrear que su desvio procedía más bien de engreimiento y de adustez, que de limitación de alcances. Por desgracia, se echó luego de ver a las claras, pues yendo de paseo al par de su novia, con Carlota, y, por supuesto, conmigo, su semblante pardusco se enlobregueció en términos, que llegó el caso de que Carlota me pellizcase el brazo para insinuarme qué chanceaba demasiado con su dama. Y a fe que nada me destempla tanto como el que dos se estén asaeteando, cuando los mozos, en la lozanía de su vida, que deben estar