que les imbuia en infinitos errores y vulgaridades, de que se les debiera preservar desde muy temprano. Recordé al punto que mi hombre habia bautizado a su hijo ocho días antes; no formé aprensión del caso, y dejé encarnar en mi corazón la máxima de que debemos proceder con los niños como el Altisimo con nosotros, a quienes nunca favorece con tanta dicha como cuando nos empapamos de bruces en el baño de la intima confianza.
¡Cuán niño es el hombre! ¡Cómo se desala tras una mirada! ¡Cuán niño es el hombre!... Fuimos a Wahlheim; apeáronse las damas, y, durante el paseo, creí en los ojos negrisimos de Carlota... Soy un loco, perdónamelo; ¡si tú los vieras! ¡Aquellos ojos!
Abreviemos (porque me cierra los párpados el sueño); ello es que subieron las damas y quedamos en derredor del carruaje el joven W. Selstadt, Audran y yo. Hubo charla en la portezuela con los perillanes, que estuvieron joviales y templados en extremo. Yo a caza de los ojos de Carlota, que andaban de paso de uno en otro... y a mí, a mi..., que estaba todo embargado en ellos, no venian a parar.
Mi corazón le hizo mil despedidas, y ella ninguna.
Miré y remiré, y vi el tocado de Carlota contra la portezuela, y se inclinó para ir mirando... ¡Ay!
¿A mí?... ¡Amado mio! ¡Qué vaivén el de esta incertidumbre! Este es mi consuelo... Quizá me miraba a mi... ¡Quizá!... Buenas noches. ¡Qué niño soy!
WERTHER