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que les imbuia en infinitos errores y vulgaridades, de que se les debiera preservar desde muy temprano. Recordé al punto que mi hombre habia bautizado a su hijo ocho días antes; no formé aprensión del caso, y dejé encarnar en mi corazón la máxima de que debemos proceder con los niños como el Altisimo con nosotros, a quienes nunca favorece con tanta dicha como cuando nos empapamos de bruces en el baño de la intima confianza.

8 de julio.

¡Cuán niño es el hombre! ¡Cómo se desala tras una mirada! ¡Cuán niño es el hombre!... Fuimos a Wahlheim; apeáronse las damas, y, durante el paseo, creí en los ojos negrisimos de Carlota... Soy un loco, perdónamelo; ¡si tú los vieras! ¡Aquellos ojos!

Abreviemos (porque me cierra los párpados el sueño); ello es que subieron las damas y quedamos en derredor del carruaje el joven W. Selstadt, Audran y yo. Hubo charla en la portezuela con los perillanes, que estuvieron joviales y templados en extremo. Yo a caza de los ojos de Carlota, que andaban de paso de uno en otro... y a mí, a mi..., que estaba todo embargado en ellos, no venian a parar.

Mi corazón le hizo mil despedidas, y ella ninguna.

Miré y remiré, y vi el tocado de Carlota contra la portezuela, y se inclinó para ir mirando... ¡Ay!

¿A mí?... ¡Amado mio! ¡Qué vaivén el de esta incertidumbre! Este es mi consuelo... Quizá me miraba a mi... ¡Quizá!... Buenas noches. ¡Qué niño soy!

WERTHER